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El Sentido Histórico del Proyecto Educativo de Lutero (I) (página 2)




Enviado por Jorge D�vila



Partes: 1, 2, 3

2. El rechazo del
orden medieval

Cuenta la tradición que el día 31 de
Octubre de 1517, Martín Lutero clavó en la puerta
de la Iglesia de
Todos los Santos, en Wittenberg, un escrito que pasaría
a

la historia como el punto de
ignición de la Reforma Protestante. En dicho documento
—conocido como las "Noventa y Cinco Tesis"—
Lutero atacaba la práctica eclesiástica de la
"indulgencia", un procedimiento
mediante el cual el pecador quedaba eximido de sus pecados a
cambio del
pago de una cierta cantidad de dinero a la
Iglesia.

Aunque la indulgencia había sido practicada por
la Iglesia cristiana desde la temprana Edad Media, en
su forma original no era más que la conmutación de
una pequeña parte de la penitencia por la donación
de una suma de dinero para fines religiosos. Tal donación
en ningún caso podía ser vista como mérito
suficiente para el perdón de los pecados, pues ello
exigía, además de la penitencia, la
confesión ante un sacerdote, el arrepentimiento sincero y
la absolución. A partir del siglo XII, sin embargo, las
indulgencias se transformaron en algo más atractivo para
los fieles y más lucrativo para la Iglesia. En ese su
momento de mayor poder y
esplendor, la Iglesia medieval estaba en pleno proceso de
expansión, lo que implicaba, entre otras cosas, tener que
multiplicar cargos eclesiásticos, construir todo tipo de
edificaciones (catedrales, iglesias, monasterios, universidades,
hospitales) e involucrarse en expediciones militares (como, por
ejemplo, las Cruzadas). Las indulgencias se transformaron en la
principal fuente de financiamiento
de tales actividades y progresivamente empezaron a ser
presentadas como el medio de expiación más seguro y
expedito, sustituyendo incluso el acto de confesión. Con
el paso del tiempo, el uso
abusivo de las indulgencias se hizo notorio, y para la
época de Lutero adquirió unas dimensiones
francamente escandalosas. Así, por ejemplo, en 1476 el
papa Sixto IV extendió la autoridad de
las indulgencias al purgatorio, lo que significaba que gracias a
una donación en efectivo era posible lograr la
liberación inmediata de un alma que
permaneciese atrapada en dicho sitio.

Más tarde llegaron a ofrecerse indulgencias
válidas para pecados futuros y otras que abiertamente
eximían al pecador de la necesidad de arrepentirse por sus
pecados. El tráfico de indulgencias llegó a
convertirse en un negocio tan extenso y lucrativo que los
banqueros más poderosos en la Europa de aquel
entonces (los Fugger de Augsburgo) terminaron por encargarse de
su manejo.

Las indulgencias fueron, pues, la causa inmediata de la
protesta que Lutero hizo pública en aquellas
célebres circunstancias. Al igual que muchos otros hombres
educados de la época, Lutero vio en el tráfico de
indulgencias la manifestación más cruda y
descarnada del extremo de degradación al que había
llegado la Iglesia para ese momento. Quizás por ello mismo
las "Noventa y Cinco Tesis", sin que nadie se lo propusiese
intencionalmente, se difundieron por toda Alemania con
inusitada rapidez y pronto levantaron una polémica que
habría de incendiar a Europa entera. Pero las indulgencias
no eran, ni mucho menos, la única situación
percibida por Lutero como irregular dentro de la Iglesia. Tampoco
constituían la causa de fondo que impulsaba el aún
incipiente movimiento de
Reforma. Muchas otras prácticas de la Iglesia estaban
siendo puestas en tela de juicio: La opulencia y suntuosidad de
la que vivían rodeados los altos jerarcas de la Iglesia (y
cuyo punto cúspide lo representaba la corte del papa en
Roma),
contrastaban con su pretendido papel de guías
espirituales. La posesión de ejércitos propios por
parte del papa, su continuo involucramiento en diversas guerras, su
intromisión en asuntos de política, el
nepotismo patente en los nombramientos eclesiásticos, todo
esto hacía ver al "Vicario de Cristo" como alguien
preocupado más por asuntos mundanos que espirituales. A
esto se le sumaba, además, un sinnúmero de
prácticas que, como en el caso de las indulgencias, a
todas luces no buscaban otra cosa que aumentar el drenaje de
recursos materiales
hacia la Santa Sede.

Ahora bien; Lutero veía estos males no como un
alejamiento accidental y pasajero de lo que el discurso
oficial de la Iglesia planteaba como ideal, sino como el
resultado inevitable de una concepción totalmente errada
del papel que debía jugar la Iglesia en el mundo. Las
indulgencias, precisamente por llevar la depravación
eclesiástica hasta su límite, revelaban con
claridad cuál era ese problema de fondo que
constituía la raíz de todos los males. En primer
lugar, en la práctica de las indulgencias se hallaba
implícita la suposición de que la Iglesia
tenía el poder de influir en los juicios y en las
decisiones divinas —si es que no gozaba de control completo
sobre ellos. Sólo así podía explicarse que
el perdón de los pecados (en principio, un acto libre de
Dios) pudiese ser garantizado por decisión del papa o de
alguno de sus agentes.

Las implicaciones que esto tenía eran sumamente
graves: si estaba en manos de los jerarcas eclesiásticos
asegurar el perdón de los pecados, entonces de ellos
dependía también la salvación del alma, que
era el fin último de la vida humana y de la existencia de
este mundo. La Iglesia parecía desplazar a Dios de su
sitial de honor y atribuirse ella misma sus facultades. Por otra
parte, la práctica de las indulgencias suponía y
promovía un modo de relacionarse con Dios que se
reducía a una simple negociación comercial. A Dios
parecía no importarle otra cosa que el pago en efectivo
que un pecador le pudiese hacer por concepto de los
pecados cometidos. No importaba si el pecador se
arrepentía o no de sus pecados, si estaba genuinamente
dispuesto a enmendarse, ni siquiera importaba si tenía fe
o no, lo único que le importaba a Dios, lo único
que aseguraba la salvación, era cuánto dinero
podía pagar esa persona. En pocas
palabras, dejaba de tener importancia la disposición
interna de cada individuo
hacia Dios, su apertura hacia El, la experiencia personal que se
pudiese tener de su presencia. Claro está, la imagen de Dios
como un usurero universal difícilmente podía servir
de inspiración para esta clase de
experiencias.

El problema de fondo que las indulgencias ponían
al descubierto era, entonces, el que los jerarcas de la Iglesia
se habían elevado por encima de los hombres comunes para
convertirse en una especie de elite de "allegados" a Dios, un
grupo de
privilegiados que tenía acceso directo al Creador, que
podía influir en sus decisiones y que se arrogaba el
derecho exclusivo de hablar en su nombre.

Esta elevación, a la vez, rebajaba a Dios a la
condición propia de un príncipe terrenal: incapaz
de gobernar el mundo sin el apoyo permanente de sus funcionarios,
eternamente rodeado de su séquito de
cortesanos y alejado de las grandes masas, siempre ávido
por acumular riquezas materiales para preservar su gobierno. De este
modo entre el hombre
común y Dios se abría un abismo insalvable. El
contacto directo entre ambos, sin la intermediación de la
Iglesia, resultaba impensable. Y lo único que los hombres
le debían a Dios era una obediencia incondicional a sus
leyes (so pena
de tener que "pagar" las transgresiones en esta u otra vida), sin
que importasen en lo más mínimo los móviles
internos de esa obediencia.

Pero, ¿qué había llevado a la
Iglesia a elevarse de esa manera por encima de los demás
seres humanos? Para Lutero la causa estaba muy clara: la Iglesia
había caído presa del pecado más abominable
de todos: la soberbia. Desde la época de San
Agustín la soberbia era entendida como el vicio
fundamental del cual fluían todos los demás pecados
(MacIntyre, 1998, p. 155). Era lo que hacía que el
hombre se
olvidara de Dios y concentrara todos sus deseos en torno a sí
mismo, en el engrandecimiento de su propio ego. Por el contrario,
la humildad, entendida como la sumisión y obediencia a
Dios, era considerada como la virtud fundamental del buen
cristiano. La soberbia ya se había hecho presente en los
mismos orígenes de la humanidad, cuando Adán y Eva
probaron el fruto del Arbol del Conocimiento
movidos por el deseo de ser iguales a Dios. Ese primer acto de
soberbia fue lo que desencadenó su expulsión del
Paraíso y todos los males que sobrevinieron a consecuencia
de eso. Del mismo modo, de acuerdo con Lutero, la soberbia de
papa y sus acólitos parecía haberlos llevado a
pensar que eran algo más que simples seres humanos, que
estaban más cerca de Dios que los demás y que las
limitaciones propias de la condición humana (como la
imperfección del conocimiento y la debilidad de carácter) no los afectaban. El lujo, el
esplendor mundano, las ansias de poder y todos las demás
abusos en los que había incurrido la Iglesia de la
época no eran para Lutero sino manifestaciones de esa gran
soberbia. Por eso, cuando en 1520 Lutero hace su primer llamado
público a romper definitivamente lazos con

Roma, lo que denuncia en primer lugar es esa
soberbia:

Es algo horrible y aterrador el que el líder
de la Cristiandad, que se presume Vicario de Cristo y sucesor de
San Pedro, viva en un esplendor mundano tan grande que en este
aspecto ningún rey ni emperador pueden igualarlo o,
siquiera, acercársele, y que aquel que pretende el
título de "más sagrado" y "más espiritual"
sea más mundano que el mundo mismo. Lleva sobre su cabeza
una triple corona, cuando los más grandes reyes usan una
sola; si esto se parece a la pobreza de
Cristo y de San Pedro, entonces se trata de un nuevo tipo de
parecido . . . . Si el papa rezara con lágrimas a Dios,
tendría que dejar de lado esas coronas, pues nuestro Dios
no tolera la soberbia; y su cargo no consiste más que en
esto: llorar y rezar a diario por la Cristiandad, y dar un
ejemplo de toda humildad. (Lutero, 1520, Abuses to be discussed
in Councils; traducción y énfasis
míos).

Más adelante, en el mismo texto, Lutero
denuncia prácticas como la de besarle los pies al papa,
cargarlo como un ídolo sobre los hombros, permitirle
recibir la comunión sentado en vez de arrodillado, y
otras. Pero su critica no se limita a estas cuestiones de
carácter más superficial, sino que toca
también asuntos de mucha mayor gravedad y trascendencia.
Lutero pone en duda dos pilares fundamentales sobre los que
descansaba el poder del papa en aquella época: su potestad
exclusiva para interpretar normativamente la Biblia y su
supremacía política sobre las autoridades
temporales. Ambas pretensiones se basaban en la idea de la
superioridad del "estado
espiritual" (al que pertenecía todo el clero) sobre el
"estado temporal" (al que pertenecían todos
los laicos). Lutero rechaza categóricamente tal
superioridad argumentando lo siguiente:

Es pura invención que el papa, los obispos, los
sacerdotes y los monjes deban ser llamados "estado espiritual",
mientras que los príncipes, señores, artesanos y
campesinos deban llamarse "estado temporal". Esto es, en verdad,
una buena pieza de mentira e hipocresía. Pero nadie
debería sentirse atemorizado ante esto, y he aquí
la razón: todos los cristianos verdaderamente pertenecen
al "estado espiritual", y no hay diferencias entre ellos que no
sean las del cargo, como dice Pablo en I Corintios 12:12. Todos
somos un cuerpo, aunque cada miembro tenga su propio trabajo,
mediante el cual sirve a todos los demás, y esto porque
tenemos un mismo bautismo, un mismo Evangelio, una misma fe y
todos somos igualmente cristianos; pues el bautismo, el Evangelio
y la fe de por sí nos hacen un pueblo "espiritual" y
cristiano. (Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists;
traducción mía)

Nótese que Lutero parte aquí de una idea
de igualdad
fundamental entre todos los seres humanos (o, al menos, los
cristianos) ante los ojos de Dios. Por ello nadie puede alegar,
en virtud del cargo que detenta, que tiene un acceso privilegiado
al Creador, y que esto lo autoriza a gobernar en la
Tierra.

Tan extravagantes, presuntuosas y torcidas obras del
papa han sido concebidas por el demonio, con el fin de que bajo
su amparo pueda
éste con el tiempo traer al

Anticristo y elevar al papa por encima de Dios, como
muchos están dispuestos a hacerlo y lo han hecho. No es
propio de un papa exaltarse a sí mismo por encima de las
autoridades temporales, excepto en labores espirituales tales
como predicar o absolver. En otras cosas él debe ser
súbdito . . . . Sus nobles están en el deber de
impedir y castigar tal tiranía. El no es Vicario de Cristo
en el Cielo, sino de Cristo tal como éste caminó
sobre la Tierra.
(Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists;
traducción y énfasis míos)

Vemos, entonces, cómo el problema aparentemente
simple de las indulgencias escondía en su seno una
problemática de mucho mayor peso. Lo que Lutero estaba
cuestionando era la posición que la Iglesia
pretendía ocupar en el mundo, y por tanto el papel que le
correspondía desempeñar ante Dios y los hombres.
Pero no sólo eso. Si examinamos con cuidado las citas
anteriores, notamos que el problema del papel de la Iglesia
estaba llevando a Lutero a plantearse cuestionamientos aún
más radicales, tales como: ¿cómo debe
practicarsela virtud cristiana de la humildad? ¿en
qué consiste nuestra condición como cristianos ante
los ojos de Dios? ¿cuál es la naturaleza de
una comunidad
cristiana?

¿cómo debe ejercerse en ella la autoridad?
Eran preguntas que interrogaban por la condición humana,
por el papel que nos correspondía jugar dentro de la
Creación, por el modo como debíamos conducir
nuestras vidas y los bienes que
debíamos perseguir. Pero, yendo aún más a
fondo, la protesta de Lutero estaba poniendo sobre la mesa
preguntas estrictamente teológicas, como por ejemplo:
¿Cómo gobierna Dios al mundo y por qué
necesita a un Vicario? ¿En qué consiste la dualidad
"espiritual" vs. "temporal"? ¿Qué es el bautismo?
¿De qué depende el perdón de los pecados y
la salvación del alma? Las respuestas que Lutero estaba
empezando a formular a todas estas preguntas entraban en conflicto con
las doctrinas establecidas por la Iglesia —de hecho, con
gran parte del acervo teórico acumulado durante los
últimos siglos. Estas doctrinas dominantes, a los ojos de
Lutero, no eran más que producto de la
soberbia que había cegado a la Iglesia y que le
había impedido atender e interpretar con el debido cuidado
la palabra de Dios. La única función de
tales doctrinas era justificar, legitimar y promover esa misma
soberbia que las había originado.

No es de extrañar, entonces, que una de las
reformas que Lutero vio como más urgente fue la de las
Universidades. Las Universidades, por la naturaleza de su
actividad, eran el lugar más indicado para llevar a cabo
el tipo de debate que
Lutero estaba proponiendo y para comprobar la legitimidad de sus
planteamientos. De estas instituciones,
por tanto, podía y debía partir un movimiento de
profunda reforma de toda la cristiandad. Pero las Universidades
eran, precisamente, los principales centros de
elaboración, difusión y defensa de aquellas
concepciones erróneas que Lutero estaba
combatiendo:

Los asuntos de los que hablo son de domino
público, y sin embargo carezco de palabras para contarlos.
Los obispos, los sacerdotes y, sobre todo, los doctores en las
Universidades, que cobran sus salarios para
tales fines, debieron haber cumplido con su deber y haber escrito
y gritado contra estas cosas; pero han hecho todo lo contrario.
(Lutero, 1520, Abuses to be discussed in Councils;
traducción mía.)

El que las Universidades hayan podido ponerse al
servicio de
los errores y abusos de la Iglesia le indicaba a Lutero que estas
instituciones también habían caído presa de
la generalizada decadencia espiritual y se habían olvidado
de la misión
original que les dio su sentido: defender la verdadera fe
cristiana de todo error, pecado y herejía. Hacía
falta, entonces, encaminarlas nuevamente hacia esa misión,
lo que implicaba depurar el currículo universitario de gran parte del
material de estudio que con el tiempo allí se había
acumulado hasta obstruir por completo el acceso a la Palabra de
Dios.

¿Qué otra cosa son las Universidades, si
su condición presente permanece inalterada, que, como dice
2 Macabeos 4:9,12, Gymnasia Epheborum et Graecae gloriae
("lugares para entrenar a los jóvenes en la gloria de los
griegos"), donde prevalece la vida disoluta, las Sagradas
Escrituras y la fe cristiana poco se enseñan y el ciego y
pagano maestro Aristóteles reina por doquier, incluso
más que Cristo?

(Lutero, 1520, Proposals for Reform, Part III;
traducción mía)

El cambio curricular planteado por Lutero en ese mismo
texto distaba mucho de ser superficial. Pedía la
eliminación inmediata de toda la filosofía natural
y moral de
Aristóteles (Física, Metafísica, Del Alma, Etica Nicomaquea),
que para aquel momento constituía el tronco central de la
formación universitaria. En los estudios de
teología proponía disminuir o eliminar la lectura de
los Cuatro Libros de
Sentencias de Pedro Lombardo y de los escritos de los Padres de
la Iglesia, textos entonces considerados como básicos e
indispensables para esa disciplina. En
el campo del Derecho, Lutero abogaba por abandonar el estudio del
derecho canónico, lo que para la gran mayoría de
los juristas de la época debía significar,
simplemente, la destrucción del objeto de estudio de su
disciplina. En resumen, con estas propuestas Lutero estaba
desmantelando no sólo el currículo universitario
medieval —tal como éste había sido concebido
y practicado al menos desde el siglo XIII—, sino las bases
mismas de todo el cuerpo de conocimientos desarrollado en los
siglos precedentes.

Todo lo anterior pone en evidencia uno de los aspectos
del pensamiento de
Lutero que resulta de la mayor importancia para la investigación que aquí estamos
adelantando. Se trata de que, más allá de los
asuntos circunstanciales que ocupaban la atención de Lutero de manera
explícita —como, por ejemplo, el caso de las
indulgencias—, su pensamiento parecía estar
destinado a cuestionar a fondo la totalidad del orden que hasta
ese momento había regido a las sociedades
europeas.

Lo que Lutero estaba poniendo en tela de juicio,
quizás sin ser plenamente consciente de ello, eran las
bases mismas de las instituciones, de la religiosidad y del saber
medievales. El terreno fértil en el que cayó tal
cuestionamiento muestra que su
llegada se dio en el momento oportuno, y que una nueva humanidad
pugnaba ya por emerger de las ruinas del orden
medieval.

Vale le pena detenernos un momento en torno a este
último comentario sobre el carácter "arruinado" del
orden medieval para la época de Lutero. Como hemos visto,
Lutero estaba convencido de que los múltiples abusos de la
Iglesia de su época se debían, en gran medida, a
las falsas doctrinas que se habían impuesto en los
siglos precedentes y que aún seguían dominando en
sus tiempos. Parece claro, sin embargo, que ninguno de los
pensadores medievales que contribuyeron a dar forma a tales
doctrinas habría estado dispuesto a justificar o legitimar
aquellos vergonzosos procederes que Lutero enfrentaba en su
época. Ninguno de ellos habría esperado que su
pensamiento algún día fuese a servir
sistemáticamente como sustento para unas prácticas
a todas luces perversas y viciadas. Cabría suponer,
entonces, que el uso que se le daba a tales doctrinas a principios del
siglo XVI constituía una degeneración del sentido
que ellas tenían en su contexto original. Al parecer,
entonces, ese contexto original, ese orden medieval que les
había dado sentido, estaba ausentándose ya en la
época de Lutero. Más aún, sólo de ese
modo podemos explicar el hecho de que el pensamiento de Lutero
haya podido poner en duda aspectos fundamentales del orden
medieval. Si Lutero aún hubiese estado sometido a su
poder, no habría sido capaz de distinguir esos aspectos
fundamentales, de hacerlos tema, de planteárselos como
problema. Por el contrario, habría permanecido aprisionado
dentro de ellos: su pensamiento, sin él saberlo, los
habría asumido como dogmas incuestionables.

Algunos acontecimientos históricos que tuvieron
lugar durante los dos siglos precedentes al comienzo de la
Reforma parecen corroborar la idea de que el declive del orden
medieval estaba en marcha desde hacía ya un bien
tiempo.

No hay duda de que la corrupción
y la decadencia en el seno de la Iglesia, con la consiguiente
caída de su prestigio y autoridad, habían comenzado
ya desde principios del siglo XIV. El período conocido
como el "Cautiverio Babilónico de la Iglesia" (1309-
1377), durante el cual el papado cambió su tradicional
residencia en Roma por la ciudad francesa de Avignon,
inauguró una época de creciente confusión en
torno a la legitimidad del papa de turno, precipitando,
finalmente, la crisis
conocida como el Gran Cisma de Occidente (1377-1417), cuando
Europa tuvo que presenciar el insólito espectáculo
de tres papas rivales disputándose la silla de San Pedro.
Poco tiempo después el primero de los Borgia asumía
el cargo de Sumo Pontífice (Calixto III), dando inicio a
uno de los periodos más tristemente célebres en la
historia de la Iglesia católica.

Pero no sólo el liderazgo
espiritual, sino también el liderazgo temporal de Europa
estaba atravesando por un proceso de fragmentación y
desmoronamiento. Desde la coronación de Carlomagno como
emperador, en el año 800, Europa había
soñado con la unificación política de toda
la cristiandad bajo un único gran Imperium Christianum
(llamado posteriormente "Sacro Romano Imperio"). Este proyecto, aunque
encontró siempre enormes dificultades a su paso y nunca
llegó a realizarse de manera plena, siguió vigente
como proyecto por lo menos hasta el siglo XIII. A partir de ese
momento, sin embargo, pese a que el título formal de
Emperador del Sacro Romano Imperio continuó siendo
utilizado (de hecho hasta 1806), las pretensiones territoriales
se hicieron cada vez más modestas, llegando finalmente a
cubrir sólo el área correspondiente hoy día
a Alemania. Al mismo tiempo Europa se dividía y
fragmentaba en una serie de monarquías independientes que
entablarían una multitud de prolongados conflictos
armados en los siglos venideros.

Lo anterior muestra que las dos principales
instituciones que reflejaban, en diferentes planos, el orden, la
unidad y la armonía del mundo medieval, entraron en un
proceso de franco deterioro después del siglo XIII. Dicho
deterioro, junto con los conflictos y dilemas que traía
para la sociedad
europea, lo encontramos reflejado, por ejemplo, en una de las
obras literarias más emblemáticas del siglo XIV: el
Decamerón de Giovanni Boccaccio (1353). En ella su autor
nos dibuja la imagen de una ciudad —Florencia— que,
ante la expansión vertiginosa de la peste bubónica,
se sumerge en el caos absoluto. Tanto las autoridades temporales
como las espirituales abandonan sus cargos y deberes, dejando a
la sociedad a la intemperie del "¡sálvese quien
pueda!".

El egoísmo humano empieza a desbordarse y a
producir innumerables horrores, ante lo cual aparecen no
sólo difíciles decisiones morales sino
también la necesidad de re-evaluar globalmente el sentido
de la vida humana. En particular el valor de la
vida monástica, con su ascetismo y desprecio por lo
mundano, queda en entredicho: las difíciles circunstancias
hacen que esa máscara hipócrita de elevación
espiritual ruede por el suelo, revelando
la ignorancia, la avaricia y la lujuria que reina en aquellos
recintos. Por oposición, otro modo de vida, más
condescendiente con las necesidades y los placeres del mundo
natural, empieza a abrirse camino.

La imagen del monasticismo que nos presenta Boccaccio se
ve reforzada por algunos datos
historiográficos que dan cuenta de la decadencia
intelectual que empieza a sufrir el clero desde fines del siglo
XIII, y que se profundiza aún más en los siglos
siguientes. Diversos documentos de la
época revelan una creciente preocupación de algunos
jerarcas eclesiásticos por el manifiesto desconocimiento
del latín que reina en la mayoría de los
monasterios. Cada vez más sacerdotes y monjes son
incapaces de leer y entender correctamente el latín, mucho
menos de hablarlo y escribirlo. Este problema sólo puede
ser comprendido en toda su magnitud al recordar que, a lo largo
de toda la Edad Media, el latín fue el único idioma
de la cultura y del
saber, al punto de que su desconocimiento cerraba por completo el
acceso a cualquier tipo de formación intelectual. Quien no
conocía el latín, ni siquiera podía leer la
Biblia en su versión estándar (conocida desde el
siglo

VI como la Vulgata), y mucho menos interpretarla y
exponerla de manera acertada. Obviamente esta situación
tenía que traer consecuencias nefastas para la educación que se
impartía en los monasterios de la época —que
de hecho era la única educación
pre-universitaria existente— donde la ignorancia de los
profesores crecía a la par de la brutalidad de sus
métodos
(Bowen, 1975, Vol. 2, p. 239).

Vale la pena observar que el problema de la
desaparición del latín no constituía
sólo un problema de la Iglesia y de la educación
que ésta impartía en sus instituciones. Entre los
siglos VI y IX el latín dejó de hablarse en su
forma clásica y se transformó gradualmente en una
serie de lenguas vernáculas que dieron origen a los
idiomas modernos de Europa. Para el siglo X el latín ya no
era el idioma de ningún pueblo en particular, y desde el
siglo XI todo el que estudiaba latín no tenía
más remedio que enfocarlo como una lengua
extranjera. En los siglos XIII y XIV la pérdida del
latín en el conjunto de la población ya era manifiesta (Bowen, 1975,
Vol. 2, p. 234). Ahora bien; como ya hemos dicho, el latín
era el idioma en el que estaban contenidos todos los
conocimientos y toda la tradición literaria de la Europa
de aquel entonces. Era, por tanto, el idioma portador de la
cosmovisión propia de aquellas sociedades medievales, el
depositario de su orden de sentido. Sólo por intermedio
del latín este orden podía subsistir, dominar y
reproducirse en la cultura europea. Incluso las clases más
bajas e incultas podían ser penetradas por esa
cosmovisión gracias a que podían comprender lo que
se decía en las misas a las que
asistían regularmente (que hasta bien entrado el siglo XX
se oficiaron exclusivamente en latín). Podemos imaginar,
entonces, los efectos que debió haber tenido la
pérdida del latín en el común de la
sociedad, seguida de su pérdida hasta en las clases
más cultas. Este evento no consistió, simplemente,
en la sustitución de un "sistema de
signos" por
otro, como pensaríamos hoy en día. La
pérdida del latín necesariamente tuvo que
significar la pérdida del poder que aquel orden de sentido
ejercía sobre la cultura europea. Por ello no sería
descabellado afirmar que el desmoronamiento del orden medieval
tuvo que estar estrechamente asociado a la pérdida del
latín como idioma básico de la civilización
europea.

Sea como fuere, todos estos acontecimientos sin duda
eran testigos del proceso de declive del mundo medieval. A ellos
habría que sumarles, también, dos
importantes eventos históricos que tuvieron lugar en
vida de Lutero: el descubrimiento de
América (1492), y la aparición del modelo
copernicano del universo (1543).
Es bien conocido que ambos eventos chocaban abiertamente con la
imagen medieval del mundo, e incluso con algunos de los supuestos
más básicos sobre los que se fundaba el saber de la
Edad Media. En términos generales, entonces, podemos decir
que para la época de Lutero el orden medieval ya no
parecía capaz de seguir dándole sentido ni a la
vida humana en su totalidad, ni a los asuntos particulares que
los seres humanos enfrentaban a su paso por esa vida. Pero
tampoco había surgido aún un orden nuevo y
diferente que fuese capaz de sustituir al anterior.

En tales circunstancias era inevitable que la vida
humana perdiese su sentido de trascendencia y, por consiguiente,
fuese dominada por un afán egoísta de satisfacer
deseos inmediatos. Esto, quizás, podría explicar el
mar de excesos y vicios en los que parecía estar
ahogándose la sociedad europea de aquel
entonces.

3. La
problemática educativa

Hasta ahora hemos estado bosquejando someramente la
situación en la que se encontraba Lutero al momento de
emprender su proyecto de Reforma, a principios del siglo XVI. Tal
bosquejo constituye un primer intento por desplegar el contexto
que impulsa y le brinda sentido a dicha Reforma y al proyecto
educativo que la acompaña. Sin embargo, antes de pasar a
examinar ese proyecto educativo debemos advertir que el
mencionado contexto de sentido aún no ha sido desplegado
por nosotros con suficiente profundidad. Se han anunciado algunos
de los principales temas que la Reforma pone en juego, y se ha
mostrado que dichos temas apuntan hacia una transformación
de la cosmovisión o el orden de sentido de la cultura
europea. Pero todavía no se ha hecho claramente visible en
qué consiste esta transformación de fondo,
cuál es el orden que cede y cuál el que avanza.
Como veremos más adelante, la discusión en torno al
proyecto educativo de Lutero nos ayudará a completar el
despliegue en profundidad de ese gran contexto histórico
que le da sentido.

Hemos visto que ya en 1520, cuando Lutero llama por
primera vez a la nobleza alemana a rebelarse contra el papado en
Roma, una de las reformas que más le preocupa es la de las
Universidades. A partir de ese momento, la preocupación
por el tema de la educación será una constante en
la vida de Lutero y de sus más cercanos colaboradores. Uno
de ellos, Philip Melanhtchon, jugará un papel de tan
crucial importancia en el establecimiento de escuelas y la
reforma de universidades, que aún en vida será
conocido como Praeceptor Germaniae ("Maestro de Alemania"). Las
voces de estos hombres no fueron desoídas por los
gobernantes de su época, y bajo su patronazgo pronto se
inició un proceso de transformación de las
instituciones educativas alemanas. Dicha transformación
rindió su fruto más maduro en 1537, cuando Johannes
Sturm creó en Estrasburgo el primer Gymnasium
alemán, institución que sería copiada en
todo el resto del continente europeo, especialmente en los
países que habían adoptado la Reforma protestante
(Kimball, 1995. p. 93).

La mayor parte de las ideas educativas de Lutero se
halla contenida en dos de sus obras: La primera de ellas,
compuesta en 1524, tiene la forma de una carta abierta A
los regidores de todas las ciudades de Alemania, para que
establezcan y mantengan escuelas cristianas ("An die Radsherrn
aller Stedte deutsches Lands: Das sie Christliche Schulen
auffrichten und hallten sollen"). La segunda es el sermón
De mantener a los niños
en la Escuela ("Dass
man Kinder zur Schulen halten solle"), escrito en 1530. En ambos
escritos el pensamiento de Lutero está combatiendo, una y
otra vez, a un mismo enemigo que se presenta bajo diferentes
formas: la sujeción de la educación al poder de
"Mammón" —el demonio que personifica la avaricia, la
búsqueda desenfrenada de riquezas materiales. Consideremos
la opinión de Lutero acerca del estado en el que se
encuentra la educación en sus tiempos:

En primer lugar, hoy estamos presenciando, en todas las
tierras alemanas, cómo por doquier las escuelas
están siendo abandonadas y van a la ruina. Las
universidades se están debilitando y los monasterios van
en declive. . . . Pues ahora se está poniendo en
evidencia, por medio de la Palabra de Dios, cuán poco
cristianas son estas instituciones y cómo ellas
están dedicadas únicamente a las barrigas de los
hombres. (Lutero, 1524, p. 348; traducción
mía)

El que dichas instituciones fuesen "poco cristianas" y
estuviesen "dedicadas únicamente a la barriga de los
hombres" significaba para Lutero dos cosas. Primero, que quienes
enviaban a sus hijos a aquellas instituciones educativas no
tenían en mente ponerlos al servicio de Dios, sino
sólo hacerlos partícipes del bienestar material que
normalmente brindaba la carrera eclesiástica. Prueba de
ello es que, en el mismo momento en que el flujo de riquezas
hacia los monasterios fue cerrado por la Reforma, los padres
dejaron de enviar a sus hijos a estudiar en esas
instituciones.

Las masas volcadas hacia lo carnal están
empezando a darse cuenta de que ya no tienen la obligación
o la oportunidad de empujar a sus hijos, hijas y familiares a los
claustros y fundaciones, y de echarlos de sus propias casas y
propiedades para establecerlos en las propiedades de otros. Por
ese motivo ya nadie desea que sus hijos obtengan una
educación. "¿Por qué", dicen ellos, "debemos
preocuparnos por enviarlos a las escuelas si no se van a
convertir en sacerdotes, monjes o monjas? Mejor que aprendan a
ganarse el sustento." (Lutero, 1524, p. 348; traducción
mía)

[Satanás] engaña a la gente común
haciendo que no quieran mantener a sus hijos en las escuelas ni
exponerlos a la instrucción. Pone en sus mentes la idea
mezquina de que, dado que el monacato y el sacerdocio ya no
ofrecen la esperanza que una vez brindaron, entonces ya no es
necesario estudiar ni hace falta que haya gente educada, y que en
vez de eso tenemos que pensar sólo en cómo ganarnos
el sustento y hacernos ricos. (Lutero, 1530, p. 217;
traducción mía)

Pero estas instituciones también eran "poco
cristianas" y estaban "dedicadas a las barrigas de los hombres"
por el modo como funcionaban, el tipo de enseñanza que se impartía en ellas
y, sobre todo, por lo que animaba su misma existencia.

[El estado
espiritual] tal como lo conocemos hoy en los monasterios y
fundaciones . . . . no es más que un estado fundado por la
sabiduría mundana con el propósito de obtener
dineros y rentas. No hay nada espiritual en él, excepto el
hecho de que los miembros del clero no están casados . . .
. aparte de esto todo lo demás es mera pompa externa,
temporal y perecedera. Ellos no prestan atención a la
Palabra de Dios ni al oficio de predicar —y donde la
Palabra no se usa, el clero tiene que ser malo. (Lutero, 1530, p.
220; traducción mía)

Las escuelas no eran para los monasterios sino otra
forma de asegurar que el dinero siguiese fluyendo a sus
insaciables arcas. Pero, a pesar de las grandes sumas de dinero
que los padres debían donar por la educación de sus
hijos, el resultado de esta dicha educación era
nefasto:

Los niños podían ser conducidos, empujados
y confinados a los monasterios, iglesias, fundaciones y escuelas
a un costo
inexpresable —todo lo cual era una pérdida total.
(Lutero, 1530, p. 256; traducción mía)

En verdad, ¿qué es lo que los hombres han
estado aprendiendo hasta ahora en las universidades y monasterios
excepto cómo convertirse en asnos, brutos y tarugos?
Durante veinte, incluso cuarenta años estudiaban
minuciosamente sus libros, y aún así fallaban en
dominar el latín o el alemán, sin hablar de la vida
inmoral y escandalosa allí reinante, donde muchos buenos
jóvenes fueron vergonzosamente corrompidos. (Lutero, 1524,
p. 351-352; traducción mía)

Pero la avaricia también gravitaba sobre la
educación por otra vía: era debido a ella que las
autoridades temporales tampoco se afanaban demasiado en promover
el establecimiento de escuelas. En vez de ello sólo
tenían puesta la mira en su propia riqueza y poder, o, en
el mejor de los casos, en la riqueza y el poder de sus
países. Por eso Lutero tiene que recordarles:

Los príncipes y señores deberían
estar adelantando [esta labor educativa] . . . . pero sus
inaplazables necesidades consisten en pasear en trineo, beber y
desfilar en bailes de disfraces. Cargan con el peso de sus
elevadas e importantes funciones en la
bodega, en la cocina y en el dormitorio. Y los pocos que
podrían estar dispuestos a adelantarla permanecen
temerosos de los otros, no sea que los tomen por tontos o
herejes. (Lutero, 1524, p. 368; traducción
mía)

Mis queridos señores, si debemos gastar cada
año sumas tan considerables en cañones, caminos,
puentes, represas e innumerables cosas de ese tipo para asegurar
la paz temporal y la prosperidad de una ciudad, ¿por
qué no deberíamos destinar mucho más a la
pobre juventud
desatendida —al menos lo suficiente para emplear a uno o
dos hombres competentes para enseñar en las escuelas?
(Lutero, 1524, p. 350; traducción mía)

El bienestar de una ciudad no consiste únicamente
en acumular vastos tesoros, construir poderosas murallas y
magníficos edificios, y producir una buena
provisión de cañones y armaduras. De hecho, cuando
tales cosas abundan y se apodera de ellas algún tonto
temerario, es tanto peor, y la ciudad sufre una pérdida
tanto mayor. (Lutero, 1524, p. 356; traducción
mía)

Pero esta concentración de riquezas materiales,
esta avaricia que conducía a un descuido de la
educación, formaba parte, según Lutero, de una
actitud
más general: la de no agradecer a Dios los bienes que
éste nos dispensa. En efecto, Lutero hace ver a sus
lectores el importante papel que juega la educación en la
preservación de dos oficios creados por Dios para nuestro
bien: el llamado "estado espiritual" y el gobierno terrenal. El
primero de ellos permite que los hombres alcancemos nuestro fin
supremo en cuanto seres espirituales: la salvación del
alma.

El segundo nos permite alcanzar nuestro bien
máximo en cuanto seres dotados de cuerpo: la
protección de nuestras vidas. Lutero presenta la
naturaleza de ambos oficios del siguiente modo:

Espero que los creyentes, aquellos que desean ser
llamados cristianos, sepan muy bien que el estado espiritual ha
sido establecido e instituido por Dios, no con oro y plata,
sino con la preciosa sangre y la
amarga muerte de su
único hijo, nuestro Señor Jesucristo [I Ped.
1:18-19] . . . . El pagó caro para que los hombres
pudieran tener por doquier este oficio de predicar, bautizar,
desenlazar, vincular, dar el sacramento, confortar, advertir y
exhortar con la Palabra de Dios y todo lo que pertenezca al
oficio de pastor. Pues este oficio no sólo ayuda a
continuar y mantener esta vida temporal, y todos los estados
mundanos, sino que también da vida eterna y libera del
pecado y de la muerte, lo
que constituye su labor más propia y principal. (Lutero,
1530, p. 220; traducción mía)

El gobierno terrenal es una ordenanza gloriosa y un don
espléndido de Dios, quien lo ha instituido y establecido y
desea que éste se mantenga como algo indispensable para
los hombres. Si no hubiese gobierno terrenal, un hombre no
podría mantenerse en pie frente a otro; cada uno
necesariamente devoraría al otro, como las bestias
irracionales se devoran entre sí. Así, pues, del
mismo modo como es función y honor del oficio de predicar
hacer santos a los pecadores, vivos a los muertos, salvos a los
condenados e hijos de Dios a los hijos del demonio, así
también es función y honor del gobierno terrenal
hacer hombres de las bestias e impedir que los hombres se
conviertan en bestias . . . . ¿No pensáis que si
las aves y las
bestias pudieran ver el gobierno terrenal existente entre los
hombres dirían —si pudieran hablar—
"¡Oh, humanos! ¡Comparados con nosotros no sois
humanos sino dioses! ¡Qué seguridad
tenéis, tanto vosotros como vuestras pertenencias,
mientras que, entre nosotros, ninguno está a salvo del
otro ni por un momento, en cuanto a la vida, al hogar y a la
provisión de alimento se refiere! (Lutero, 1530, p.
237-238; traducción mía).

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